El Inspector Quevedo y los meteoros


Era una tarde de verano y los perezosos rayos de sol se colaban por las ventanas, creando un tapiz de luz sobre la alfombra. El Inspector Quevedo estaba leyendo tranquilamente, sentado en una butaca y con una taza de café en la mano, cuando de repente sonó el teléfono.
–¿Sí?– preguntó, descolgando a regañadientes.
–¡Señor!– exclamó entre jadeos una voz chillona al otro lado de la línea– Siento molestarle en un fin de semana, pero acabamos de recibir un aviso y...–la voz vaciló, insegura, como si no supiera muy bien qué decir a continuación– bueno, será mejor que venga a verlo por usted mismo.


El inspector suspiró con cansancio, y, dejando el libro sobre la mesa, se puso la gabardina y cogió su arma.

Cuando llegó a la comisaría, había un auténtico revuelo. Papeles arrugados se amontonaban en el suelo, y los otros policías parecían sumidos en un estado de agitación.

–¡Inspector!– gritó Jimmy, el policía novato con el que había hablado por teléfono, enjugándose unas gotas de sudor de la frente.– Hemos recibido un chivatazo y creímos que querría encargarse de ello usted mismo.

Le dio una nota de papel en la que ponía, en palabras emborronadas pero, sin embargo, escritas con una elegante caligrafía:




3:15 a.m., Playa de las Almejas”
–Pensamos que podría tratarse de... ya sabe... ese feo asunto de las drogas...– susurró Jimmy con aire de conspiración.
–De acuerdo,– dijo el Inspector Quevedo sin pensárselo dos veces– iré. Al ver la cara de expectación de Jimmy, añadió: –Puedes venir conmigo. No me vendrían mal otro par de manos. Jimmy prácticamente saltó de la emoción. El inspector esbozó una sonrisa.
Después de todo, nunca había podido resistirse a un misterio. Horas después, de camino a la playa, que se encontraba a alrededor de una hora de la ciudad, el inspector no podía sacudirse una sensación de incomodidad.


A pesar de lo rápido que había accedido a encargarse del caso, ahora, pensándolo detenidamente, tenía sus dudas. De repente, todo aquello parecía una especie de broma pesada.
A pesar de su nombre, la Playa de las Almejas era popular entre los pescadores por los mejillones que se escondían entre las rocas de los acantilados de la parte este. Hacia el oeste, se extendía a lo largo de al menos dos kilómetros, y ofrecía una limpia vista del mar.
El inspector y Jimmy habían llegado pronto, a las tres menos cuarto, para tener tiempo de comprobar la zona y asegurarse de que no había ninguna trampa preparada. No había ni una sola persona a la vista, como si ellos dos fueran los únicos seres vivos del planeta y, en aquel bello entorno natural, el brillo de la ciudad apenas se apreciaba.

El tiempo iba pasando, y nada ocurría. El inspector se estaba poniendo cada vez más nervioso, pero hacía todo lo posible para disimularlo para no preocupar a Jimmy.
Tic, tac, tic, tac.
Las tres y trece. Las tres y catorce.
Cuando por fin dieron las tres y cuarto, el inspector dejó escapar el aire que no se había dado cuenta de que estaba conteniendo. No podía evitar sentirse aliviado, como si hubiera estado esperando algo terrible, y, al final, todo hubiera resultado ser una broma.
Pero entonces, Jimmy soltó una exclamación ahogada y le agarró del brazo con tanta fuerza que le hizo daño. Apuntó con la otra mano hacia el cielo y el inspector siguió su dedo índice con la mirada.


Al elevar la vista hacia el firmamento, se quedó sin respiración. Sobre ellos, decenas de estelas luminosas surcaban la noche. Era como si las estrellas se estuvieran cayendo del cielo. Estaban tan abstraídos mirando los meteoros que ninguno de los dos oyó el
silencioso vehículo que se detuvo en la carretera no muy lejos de ellos. Se oyó un ruido sordo y Jimmy y el inspector se giraron de golpe.
En el suelo, justo donde el asfalto se convertía en arena, había un bulto oscuro e inmóvil. Aún se podían ver las luces rojas del coche, alejándose en la oscuridad.
–Señor...– empezó a decir Jimmy, pero el inspector ya había echado a correr en dirección a la extraña forma.
Como había imaginado, era un cuerpo. Había caído boca abajo, y, al girarlo para poder inspeccionarlo mejor, vio que se trataba del cadáver de un hombre de unos cincuenta años, de cabellos que empezaban a encanecer y mandíbula firme. Le comprobó el pulso para asegurarse, pero incluso antes de tocar su piel fría como el hielo, se había dado cuenta de que estaba muerto.

-Señor– murmuró Jimmy a su lado. Había empalidecido de la impresión.– ¿Quién es?
El inspector miró el rostro inerte, un rostro que conocía muy bien y sintió como sus labios se curvaban en una media sonrisa.
–Te presento a uno de los astrofísicos más importantes del mundo–contestó, incorporándose y encendiendo un cigarrillo.
Jimmy se le quedó mirando con aire de estar un poco perdido.
–Es, o era, por lo que dicen, un genio que lleva años moviendo los hilos para conseguir que financien una expedición para empezar a colonizar Marte. No hace mucho que ha conseguido los fondos. ¿Es que no ves las noticias?– añadió con exasperación.
El joven policía se encogió ligeramente de hombros. Siempre había preferido ver los partidos de rugby.
–¿Y ahora qué?– preguntó– ¿qué significa?
–Significa– declaró el Inspector Quevedo, dando una calada a su cigarrillo y contemplando el humo que se elevaba hacia el cielo, en el que aún se veían las estrellas fugaces– que ahora tenemos un auténtico caso que resolver.

Texto y dibujos originales de una alumna de 1º de Bachillerato del IES Leonardo Torres Quevedo (Santander).


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